martes, 20 de septiembre de 2011

AFTERGLOW

Martes por la tarde, en un sitio de internet público. Mi compañera de mesa, una jovencita con no más de 19 años y tez acariciada por el acné, consulta una página para anoréxicas y bulímicas. No, éste no es un texto de denuncia o crítica, sino de solidaridad.


En mi portafolio viajan conmigo tres frascos de un medicamento genérico para la tos, la sustancia activa en ellos es lo que me interesa. Soy, igual que mi compañera cybernauta, uno de tantos ciudadanos alimentados por la información ilimitada. Uno de tantos que encuentra la satisfacción a sus perversiones en las experiencias compartidas de una humanidad creciente, existencias binarias.

¿Quién hubiera creído que es posible saltar la barrera de la pantalla y entrar en las vidas de los usuarios?

Más allá de piratearse la película de estreno, el programa más actual o los juegos de moda. Más que sustituír a la radio, el periódico o la televisión. Más incluso que volverse el medio de socialización, parloteando durante horas sin abrir la boca. Más.

Internet es ahora nuestro cómplice de vicios, nuestro confidente y guía de excesos, nuestro mejor amigo. Alienados en un mar de marcas; absortos en títulos de películas, canciones, novelas; ajenos a una guerra de narcos y soldados televisados... Hijos, primos y sobrinos de los ochenta, sólo nos queda recurrir a la interminable fuente de información barata, cortada en trocitos fáciles de digerir y llenarnos hasta el hartazgo de trivias sobre los viejos programas de televisión que nos gustaban en la infancia.

Pero no es suficiente, hace falta el lado mórbido del ser humano, la faceta que saca de nosotros el vicio para pervertir cualquiera de nuestros milagros. Aquel instinto macabro convertido en fascinación hienesca ante los videos de torturados, de ejecuciones, de sadismo. El que nos hace buscar creciente brutalidad en lo que antes era sólo pornografía. Y aquel que nos seduce por nuestro lado flaco, el deleite recreativo ilegal, marginal, psicodélico.

Empieza igual para todos, sin importar cual sea nuestra perversión, con unas cuantas búsquedas inocentes en el motor de búsqueda más a la mano. "Marihuana", "Cocaína", "Éxtasis" y te ríes, es una travesura, una bobada, pero lees. Luego vienen los hipervínculos, las referencias adicionales y tres horas más tarde te has enterado que no hace falta buscar dealers y arriesgarse a caer en manos de las autoridades, puedes "viajar" legalmente.

Medicamentos comunes, plantas ornamentales, especias exóticas. ¿Quién se hubiera imaginado que LaLaLand estuviera tan cerca, tan a la mano?

El mundo no vuelve a ser el mismo. Farmacias, viveros y tiendas de productos para repostería se vuelven aparadores de experiencias y frascos que encierran viajes, alucinaciones, sueños bizarros.

¿Y la adicción, el consumo compulsivo?

Presente, tanto como en cualquier otro vicio humano. La sensación de poder que da saber (o creer que se sabe) qué pasa, cómo pasa, cuánto es la dosis, cuales son las experiencias de otros exploradores. La creencia de estar al márgen y que nadie más sabe qué pasa, qué se hace. El sarcasmo con que se inventan excusas para comprar medicinas con tanta frecuencia.

Pero todo queda pendiente, el abuso es al hoy sin perspectivas de mañana. Es hoy que queremos drogarnos, como yo, o estar flacas, como mi compañera cybernauta. Alimentados por información sin fin, avanzamos a tientas, ciegos de manos de otros ciegos. No hay referencias a qué vendrá, qué nos haremos haciendo con nuestros cuerpos lo que la pantalla nos dice.

¿Quien sabe? quizá sea tan bueno y valga tanto la pena, como dicen, ese Afterglow.

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