martes, 13 de septiembre de 2011

Algo Amorfo de Mí

Caí, sin caer en cuenta de que caía. El golpe me resultó más indoloro de lo que hubiera imaginado si me platicaran mi caída. Sólo un sonido seco, quedo, casi mudo, en la base de mi cabeza. Un “Tuck" que todavía me resuena suavemente en el fondo de los oídos. Cuando tenía los ojos abiertos, la luz me cegaba y no podía ver donde venía la pelota. Caminé hacia atrás, rápidamente, sin pensar en otra cosa que contestar la pelota y no dejarle a Guillermo el punto. El último punto. El del empate.


Justo cuando mi raqueta estaba extendida y sabía, con todo mi cuerpo, que le pegaría a la bola en el lugar exacto para devolverla y prepararme para el siguiente bote, mi talón se enredó con una grieta en el asfalto envejecido de la cancha. Un vértigo breve me acompañó en la caída mientras trataba inútilmente de caer también en cuenta de que me estaba cayendo y no contestando la pelota que quería contestar. Con los ojos cerrados vi cosas que ya no recuerdo. Estuve sumergido en una negrura espesa, chapaleando en la negrura, nadando trabajosamente con músculos muy cansados, tragando el agua negra, buceando, buscando salir y respirar hasta que, finalmente, me incorporé con todo mi impulso y el aire me entró a los pulmones en una bocanada amplia, desesperada. Sentí las manos de mi mamá en los hombros, bajándome de nuevo a la cama del hospital, luego sentí sus lágrimas en el rostro, mientras me besaba una y otra vez las mejillas, balbuceando graciasadioses y mijitos. El tiempo estaba desajustado y lo mismo pasó un atado de minutos o el médico ya estaba en el cuarto, listo para decirme con aire de indiferencia que tenía una fractura en el tobillo y que el golpe en mi cabeza podría ser mas serio, que necesitaría observación para descartar un posible trauma cerebral. Nada de eso me tranquilizaba, ni el llanto de mi mamá ni las consideraciones del doctor. Pero tampoco estaba angustiado. Era sólo que no me tranquilizaban. Me dormí, desperté, me volví a dormir. Así se pueden resumir tres días de hospital. Durmiendo y volviendo a la negrura que ya no era tan espesa ni tan desconocida, sólo negrura de olvido, de estar olvidando lo que soñaba. Despertando para mirar a otro familiar sentado en la silla junto a la ventana, para comer gelatinas aguadas, arroces desabridos y trocillos de pollo chiclosos, para escuchar los sermones sobre mi inconciencia por insistir en jugar frontón cuando, hace dos años ya, me había caído desde lo alto de la pared tratando de bajar una bola enredada en el alambrado. Perdiendo el tiempo en atados indistinguibles de minutos escurriéndose o con los cuidados descuidados de las enfermeras que me tocaban con la sequedad de quien no toca algo humano, ni siquiera vivo. Al cuarto día, empujado en la silla de ruedas con la férula de yeso abriéndome paso hasta la puerta, salí del hospital. El asiento trasero en el chevrolet de mi papá me sirvió de sustituto momentáneo a la cama mientras llegábamos a la casa. Una vez instalado en mi viejo cuarto, arropado en sábanas que hedían a naftalina, mirando las paredes desnudas de mis posters de la adolescencia, me fui sumergiendo en otro sueño más mundano, menos negro, conocido, recordable. Lo recordaría cuando despertara, cerca de las dos de la mañana.

Abrí los ojos y pensé que seguían cerrados por no ver nada. Solo negro, negro. No estaba recién despertado, al menos no como uno lo entiende. Cierta parte de mi mente ya había estado despierta, sintiendo el dolor constante en mi tobillo, el picor de la férula en la pantorrilla y el empeine, rumiando las últimas hebras de mi sueño, extrañamente erótico. Elisa, mi novia de la secundaria, me mimaba en mi cama de hospital donde había desvanecido los últimos tres días. Tomaba mi mano, la acariciaba y la besaba sin apoyar los labios. Luego caminaba hasta el pie de mi cama y desde ahí me soplaba besos. A pesar de que nunca apoyó sus labios ni en los míos ni en mis manos, sentí tan intensamente el húmedo calor de los besos, con tanto sabor. Era ese sabor el que rumiaba entre las hebras finales del sueño que, como muchos sueños, no había tenido final, sólo había dejado de soñarlo para despertar. Los besos que se escurrían por mi lengua me daban sed. Mucha. Hasta que me hartó sentirla y abrí los ojos. No, no hay agua en el buró. Eso me dijo mi mano tanteando entre la lámpara y los frasquitos de pastillas. Prendí la luz y busqué las muletas que me prestó mi primo Miguel, quien me explicó y mostró como usarlas en el hospital. Creí haber entendido. Me equivoqué. Me tomó varios minutos acostumbrarme al balanceo, a que mi pie no se apoyara, a caminar con el peso en mis axilas. La sed no lo hizo más fácil. Finalmente llegué a la puerta y giré la perilla. El pasillo oscuro salpicado de las luces de la calle y silencio se abrió a mis balanceos. Odio el pasillo. Más bien odio esta casa con sus pasillos. Todo está conectado por pasillos. A la cocina, al patio, a la sala, a las habitaciones. Los sonidos se pierden y uno ni se entera de las cosas, como por ejemplo, que a mi mamá se le cayó el lavadero en un pie, y no es sino hasta que ya pasó media hora de que estaba terminando de lavar y todavía no viene a ver su novela, entonces uno deja de ver las caricaturas y se asoma al patio para empezar a llorar al verla. Pero no quedaba de otra. Tenía sed así que avancé trabajosamente por el pasillo lleno de silencio. Sólo el discreto rechinar de las puntas gomosas en el suelo acompañaban mis jadeos. Trataba de llegar a la cocina y, a punta de traspiés, finalmente lo estaba logrando. Fue más o menos entonces que sentí frío. Pensé primero que una ventana de la sala se había quedado abierta, así que cambié mi rumbo para cerrarla. Conforme me acercaba, comencé a sentir más frío y no era una brisa. Era la sensación que uno tiene al acercarse a un refrigerador recién abierto. El aire se enfriaba mordientemente mientras más me acercaba a la sala. Cuando llegué al final del pasillo y encaré los sillones, lo gélido del ambiente me helaba hasta los huesos. Podía ver por entre las cortinas que todas las ventanas estaban cerradas. Podía sentir también que el frío venía de la derecha, donde está la puerta a la calle. Avancé un par de pasos más para asomarme a ver la puerta y, sin terminar de hacerlo, la vi por el rabillo del ojo izquierdo. Blanquecina lechosa ligeramente amarilla.

Estoy tirado en el suelo, sudo frío.

Las muletas debieron hacer ruido al caer. Tuvieron que hacerlo, son de metal, el piso es de esos mosaicos blancos que eligió mi mamá cuando remodelaron la casa hace diez años.

También deberían hacer ruido mis dientes, castañeando de frío. De miedo.

Pero no escucho ruido alguno. Sólo mis jadeos, mi respiración trabajosa.

No estoy sordo. No estoy loco.

La vi.

Blanquecina lechosa ligeramente amarilla.

No quiero levantar los ojos del piso. No quiero.

Pero no puedo quedarme aquí, tirado todo el tiempo.

La vi,

Sin poder decir cómo, estoy de pie, apoyado en una muleta, tratando de alcanzar la otra, tratando de no ver a la sala, tratando de no acercarme al final del pasillo.

Quiero prender la luz, pero está al final a la izquierda, donde la vi.

Entonces mejor quiero regresar a mi cuarto y cobijarme en las sábanas hediondas a naftalina, acurrucarme en decir que es un sueño o que el dolor me está haciendo ver cosas o que tengo daño cerebral por el golpe.

Estoy a mitad de la vuelta para volver por el pasillo y la veo de nuevo. Al rabillo del ojo izquierdo. Amorfa y lechosa. Blanquecina y ligeramente amarilla.

Abro la garganta para gritar y nada sale. Sólo mis jadeos y un susurro que quiero hacer gemido para luego gritar.

Mis brazos tratan tan útilmente como pueden de recordar lo que me enseñó mi primo Miguel. En la desesperación llego a apoyar el pie derecho que había tenido suspendido en el aire. La punzada de dolor me tambalea y termino con el hombro izquierdo en la pared. Empujo el brazo. Recupero el equilibrio. Y también alcanzo a ver, nuevamente, al rabillo del ojo izquierdo, la leche blanquecina ligeramente amarilla, más cerca.

Estoy llorando. Tengo los labios salados de los mocos que me escurren. Los jadeos me están helando el pecho de tanto respirar este aire gélido. Antes de hacer desaparecer con la pared esa negrura salpicada de luces que es el pasillo, la vuelvo a ver, apenas, por el rabillo del ojo izquierdo. Amarillenta. Pálidamente blanca. Lechosa. Amorfa. A dos pasos de mí.

Pienso en tirar la colección de elefantes de mi mamá que decoran la mesita del pasillo. Si hago ruido, despertaré a alguien y prenderán la luz y ya no estará ahí. Pero mis brazos parecen en automático y sigo remando con las muletas, malconservando el equilibrio, avanzando a jadeos y bocanadas por el pasillo. La puerta de mi cuarto está abierta, la empujo queriendo golpearla, hacerla sonar y sólo consigo moverla suavemente, hacerla abrirse con lentitud. Cuando atravieso la puerta alcanzo a notar por el rabillo del ojo izquierdo que ya no veo mi brazo, está perdido en esa blancura lechosa ligeramente amarilla.

Apoyado en los dos pies, suelto las muletas, cruje la férula y salto extendiendo los brazos, tratando de alcanzar mi cama. Voy cayendo y mi cara se llena, desde la izquierda, de una espesa leche blanquecina y ligeramente amarilla. Me ciega, me inunda del ojo izquierdo al derecho, me hace no sentir el dolor de mi tobillo torcido por el esfuerzo, ni las lágrimas, ni el frío de mi pecho, ni el golpe en la frente contra el barandal de la cama, ni el crack de mi cuello.
Estoy gritando finalmente, lo sé. No me escucho, pero estoy gritando. Ya no veo la amorfa leche blanquecina ligeramente amarillenta. Ahora sólo está la espesa negrura envolviéndome, haciéndome nadar con músculos cada vez más cansados, sin fin, sin fondo, sin salida.

Me pierdo, me exploto, me muero. La espalda se me parte con la fuerza de una enorme tenaza. En medio del dolor me llega el pensamiento. “Ojala fuera Viernes”. Y luego lloro mi último llanto, sin sentido. Sin lágrimas tampoco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario