sábado, 6 de febrero de 2016

Provocaciones - 06 - Pensamientos que curan radicalmente: Extractos y Aforismos - Tercera Parte




Ser un verdadero Cristiano es tan agónico que no sería soportable si uno no necesitara continuamente la segunda venida de Cristo y la esperara como inminente. Es maravilloso que en el lenguaje Danés la palabra de nutrimento esté relacionada con cerca. Al grado que la necesidad sea mayor, el nutrimento esté más cerca; el nutrimento es la necesidad, e incluso si no es necesidad, aun así está cada vez más cerca.
El anhelo es el cordón umbilical a la vida superior.
Qué aterradoramente ciertas son las metáforas del Cristianismo. Arrojar fuego sobre el mundo. Sí, pues, ¿qué es un Cristiano? Un Cristiano es una persona que está ardiendo. El espíritu es el fuego, el Cristianismo es el incendio. Y por naturaleza nos encogemos de este fuego más que de cualquier otro. El fuego que el Cristianismo quiere iluminar no se ha hecho para quemar unas cuantas casas sino para quemar el gusto humano por la vida – quemarlo con el espíritu. El espíritu es fuego. De esto viene la expresión frecuente: Tal como el oro es purificado con el fuego, de tal forma es purificado el Cristiano. Pero el fuego espiritual no debe ser considerado solamente como el fuego de las “tribulaciones” – es decir, algo que viene del exterior. No, un fuego es encendido dentro del Cristiano, de estas llamas viene la purificación. Es incendiario, así es como el propio Cristo describe su comisión, hacer arder a los individuos introduciendo una pasión que los ponga en contra de lo que es entendido de forma natural, una actitud incendiaria que debe engendrar necesariamente discordia entre padre e hijo, hija y madre, una actitud incendiaria que desgarre “las generaciones” para poder llegar al “individuo”.
No siempre se usa agua para apagar el fuego. Para continuar la metáfora, algunas veces uno usa, por ejemplo, mantas, sábanas, colchones, y demás cosas para extinguir un incendio. De la misma forma, si quieres nuevamente al Cristianismo, al fuego nuevamente, entonces debes deshacerte de las mantas, sábanas y colchones, los estorbos voluminosos – y entonces tendrás el incendio.
Es verdaderamente una gran pregunta si aquellos a quienes Dios no les hace enfadar realmente han existido para Dios.
La religión auténtica tiene que ver con la pasión, con tener pasión. Tristemente, hay miles que toman tan poco de la religión, y luego desapasionadamente “tienen religión”.
Aquí yace la dificultad de la religión de hoy día. Es como tratar de empujar un bote de la costa cuando el terreno a todo su alrededor son arenas movedizas, marismas, de forma tal que el bastón que se hunde en el terreno no ofrece resistencia alguna.
Imagina una joya que todos desearan poseer. Yaciendo lejos en un lago congelado donde el hielo es muy delgado, cuidada por el peligro de muerte, mientras que más cerca de la orilla, el hielo fuese perfectamente seguro. En una edad apasionada la gente aplaudiría el coraje de aquel que se aventurara, temblarían con él y por él con el peligro de la acción decisiva, se lamentarían con él si se ahogara, le harían un dios si obtuviera el premio. Pero en una edad sin pasión, en una edad “razonable”, sería al contrario. La gente le pensaría un tonto y ni siquiera digno de aventurarse tan lejos. Y de esta forma convertirían al atrevimiento y el entusiasmo en una hazaña de habilidad. ¿Y cómo?
Las multitudes irían a ver el espectáculo desde un lugar seguro, con mirada de conocedores juzgarían al esquiador que se deslizara hasta el mismo borde (es decir, tan lejos como el hielo aún fuese seguro y el peligro no empezara todavía) y luego volviera. El esquiador más capaz podría ir hasta el punto más alejado y entonces llevar a cabo una pirueta más osada, tal que los espectadores contuvieran el aliento y dijeran “¡Por los dioses! Qué locura; está arriesgando su vida”. Pero mira, y verás que su habilidad es tan sorprendente que ha conseguido volver justo a tiempo, mientas el hielo era perfectamente seguro y no había peligro aún. Como en el teatro, la multitud le aplaudiría y aclamaría, volviendo a casa con el artista heroico entre ellos, honrándolo con un magnífico banquete. Pues la inteligencia ha ganado de tal forma que transforma la verdadera tarea en un truco irreal y la realidad en una representación.
Durante el banquete la admiración llegaría a su cénit. Ahora la relación entre el admirador y el objeto de admiración sería tal en que el admirador se siente edificado por el pensamiento de que es un hombre tal como el héroe, con el humilde pensamiento de que es incapaz de hacer acciones tan grandes, sin embargo, envalentonado moralmente a emularlo de acuerdo a sus capacidades; pero ahí donde la inteligencia ha ganado el carácter de la admiración es alterado por completo. Aun en el cénit del banquete, cuando el aplauso es mayor, los invitados admiradores tendrían todos la noción de que la acción del hombre que recibe todos los honores no es tan extraordinaria y que es sólo por azar que la reunión es para él, puesto que, después de todo, con un poco de práctica todos podrían hacer lo mismo. En breve, en lugar de fortalecerse en este discernimiento y ser animados a hacer el bien, los invitados muy probablemente se irán a casa con una predisposición mayor a la más peligrosa, si bien también la más respetable, de todas las enfermedades: admirar en público lo que es considerado inconsecuente en privado – puesto que todo se vuelve un chiste. Y así, estimulados por la ráfaga de admiración, confortablemente estarán de acuerdo en que bien pueden admirarse a sí mismos.
Nuestra era carece de pasión. Todos saben bastante, todos saben que deberíamos ir y las diferentes formas de ir, pero nadie está dispuesto a moverse.
El aspecto ridículo de un fanático es que su pasión infinita le impulsa al objeto equivocado. El aspecto divino en él, sin embargo, es que se atreve con pasión.
Si tan sólo pudiera tener la experiencia de encontrarme con un pensador apasionado, es decir, ¡alguien que honesta y honorablemente expresara en su vida lo que ha entendido!
Existir, si esto no se entiende como cualquier tipo de existencia, no puede ser hecho sin pasión. Muchas veces he reflexionado en cómo puede uno llevar a una persona a la pasión. Y así he considerado la posibilidad de hacerlo montarse en un caballo y luego asustar al caballo a un galope salvaje. Creo que esto sería apropiado. Y esto es lo que es existir si uno es verdaderamente consciente de ello y lo es, si existir no es lo que la gente usualmente llama existencia. La simple existencia es como un campesino borracho que se queda dormido en el carruaje y deja que los caballos vayan por donde les plazca. Pero la verdadera existencia tiene que ver con aquel que conduce.
Todas las situaciones de existencia son apasionadas. Pensar en ellas de forma tal que dejemos fuera la pasión no es pensar en ellas en lo absoluto. Existir es un arte. El pensador subjetivo es suficientemente estético para que su vida tenga un contenido estético, suficientemente ético para regularlo, suficientemente apasionado para pensar en dominarlo.
La rectitud de la vida no consiste en la presión de las ocupaciones, sino en la voluntad de ser, la voluntad de expresar lo eterno en la cotidianidad de la actualidad, tener la voluntad para ello de forma que uno no lo abandone ajetreadamente o presuntuosamente lo considere tan vano como un sueño.
Sin importar cuánto aprenda una generación de otra, no puede aprender de su predecesora el factor genuinamente humano. A este respecto cada generación comienza de nuevo. El factor auténticamente humano es la pasión. Pero ninguna generación puede aprender de la otra cómo amar, ninguna generación puede empezar en ninguna otra parte que en el principio.
La pasión más alta en el ser humano es la fe, y aquí, nuevamente, ninguna generación comienza en otro punto más que donde comenzó su predecesora. Cada generación comienza en el principio, y la siguiente generación no llega más lejos que la previa, teniendo en cuenta que ésta haya sido prolija en su tarea y no la haya traicionado. Por ello, ninguna generación tiene el derecho de decir que la tarea es fatigante, pues cada generación tiene su propia tarea.
Los primeros Cristianos pensaron que viviendo apropiadamente esta vida era posible convertirse en un ángel y así ocupar uno de los sitios que dejaran los ángeles caídos. Tristemente, ninguno sabía el número de estos ángeles caídos; aunque se admitía que no era demasiado grande. Pero no podían ponerse de acuerdo hasta qué punto Dios estaría dispuesto a incrementar este número en proporción con el plan original. Pero que consecuentemente aún era posible convertirse en un ángel, que esta vida vivida apropiadamente estaba ligada a esta decisión eterna: sí, este era el interés principal de los Cristianos, esta era su mayor pasión. Por ello los primeros Cristianos eran capaces de renunciar a todo, dispuestos a sufrirlo todo, dispuestos a ser sacrificados. Por ello cada minuto era infinitamente importante, y el creyente se hacía rendir cuentas por cada acto, por cada palabra hablada, por cada pensamiento en su mente, por cada expresión en su rostro. No se atrevía a ser culpable de perder su mayor pasión.
Ahora vivimos de forma tal que ninguno piensa en hacer la menor cosa, la más pequeña, que lo haga relacionarse con la pasión de la decisión para convertirse en un ángel. Convertirse en un ángel ahora parece tan ridículo para nosotros. Si alguien declarase seriamente que está tratando de convertirse en un ángel, todos nos reiríamos. Apenas lo encontraríamos tan ridículo como si alguien asumiera que después de la muerte uno se convierte en camello. Qué tan lejos hemos llegado que la mayor pasión se ha vuelto el chiste más divertido.
La dificultad no es ser curado con ayuda del Cristianismo; la dificultad está en enfermarse con un propósito.
Es espíritu, es pasión preguntar: ¿Acaso lo que se dice es posible? ¿Soy capaz de hacerlo? Pero es falta de espíritu preguntar: ¿Realmente pasó? ¿Acaso mi prójimo ha sido capaz de hacerlo?
Dios nuestro, somos conscientes de que la vida en este planeta se acerca al fin para cada uno de nosotros. Nadie sabe con exactitud el día o la hora. Momento a momento nos acercamos a nuestro último aliento. Que podamos hacer que cada día cuente como si fuera el último. Si hemos desperdiciado días y semanas, perdónanos. Que tengamos un tremendo sentido de urgencia para vivir hoy con la riqueza Cristiana de forma que podamos compensar por todo el tiempo perdido. Recordamos a aquel que en treinta años preciosos vivió como si estuviera resistiendo eternamente en el tiempo. En su nombre oramos.
La persona que no es fría ni caliente es una abominación, para Dios. A Dios no le sirven individualidades defectuosas como al tirador no le sirve un rifle que, en el momento decisivo, martille sin disparar.

Imagina esto. Supón que un cochero ve a un caballo notable y completamente impecable de cinco años de edad, un caballo ideal, resoplando tan lleno de vigor como ningún otro que haya visto, y dijera: “Bueno, no puedo pujar por este caballo, no me alcanza para comprarlo, y aún si pudiera me es totalmente inapropiado para mi uso”. Pero luego de una docena de años, cuando este caballo sorprendente estuviera cansado y derrotado, el cochero dijera, “Ahora puedo pujar por él, ahora puedo pagarlo, y ahora puedo usarlo suficientemente, de modo que puedo gastar un poco en su mantenimiento”.
Es lo mismo con el estado y el Cristianismo. Del Cristianismo radical que entró en el mundo, todos los estados fueron obligados a decir, “No puedo comprar esta religión; no sólo eso, pero diré: Dios y Padre, sálvame de comprar esta religión. Seguramente será mi ruina”. Pero luego de unos cuantos siglos el Cristianismo se volvió cansado y decrépito apenas capaz de arrastrarse, arruinado y mancillado, entonces el Estado dijo, “Vean, ahora puedo pujar por ello; y es inteligente de mi parte ver que bien puedo servirme de esto y usarlo, como para invertir un poco para pulirlo”.
Que el objetivo del estado es mejorar a sus ciudadanos – esto es obviamente una tontería. El estado es más del bien que del mal, un mal necesario, en cierto sentido un mal útil, expedito, pero no bueno. El estado es de hecho el egotismo humano en grandes dimensiones. Tal como hablamos del cálculo de infinitesimales, de la misma forma el estado es el cálculo de egotismos, pero siempre de forma tal que egotistamente parezca ser la cosa más prudente entrar en él y estar en su egotismo mayor. Pero esto, después de todo, no es más que el abandono moral del egotismo.
Ser mejorado viviendo en el estado es tan dudoso como ser mejorado en prisión. Quizá uno se vuelve mucho más astuto en su propio egotismo, su egotismo iluminado, esto es, su egotismo en relación con otros egotismos, pero no se vuelve menos egotista, y lo que es peor, uno se arruina considerando este egotismo oficial, cívico, autorizado como una virtud – esto, de hecho, muestra qué tan desmoralizante es la vida civil, porque reafirma a uno para ser un egotista afilado.
El estado es continuamente sujeto de la misma sofisticación que agrandaba a los Sofistas Griegos – es decir, que la injusticia a gran escala es justicia. Sí, la política no es nada más que egotismo disfrazado de justicia.
Para tantos, se cuenta en el estado para desarrollar moralmente a las personas, para ser el medio apropiado para la virtud, ¡el lugar donde uno pueda convertirse en verdaderamente virtuoso! Pero creer en esto es como creer que el mejor lugar para un relojero o un grabador es trabajar en un barco que flote sobre un mar embravecido. El Cristianismo no cree que el Cristiano deba permanecer en el cuerpo político con el propósito de un mejoramiento moral – no, de hecho le advierte por adelantado que significará sufrimiento.
Tan pronto como surge el pensamiento de asistencia humana, de no rehusarse a la ayuda del mundo, todo está esencialmente perdido. La fe en que el martirio tiene un valor en y por sí mismo se abandona entonces, y el Cristianismo corre cuesta abajo hasta que, tal como el Rhine termina en el lodo, termine en el lodo de la política.
Por su parte el clero piensa que es muy prudente aceptar la protección del estado. Entienden muy bien que es considerablemente más agradable ser sirvientes contratados por el estado que servir al Cristianismo de acuerdo al Nuevo Testamento. Pero esta prudencia no sólo es miope, es blasfemia.
Lo que el Cristianismo necesita no es la protección sofocante del estado; no, necesita aire fresco, necesita la persecución, y necesita la protección de Dios. El estado sólo crea desastre, aleja la persecución y con ello no es el medio a través del cual la protección de Dios puede llevarse a cabo. Salva, por sobre todo, al Cristianismo del estado. Con su protección lo asfixia hasta morir.
El estado piensa que es prudente acomodar la enseñanza de Cristo de forma que tranquilice a la gente y así pueda controlarla. El estado nunca presenta al Cristianismo en su verdad (como sal en carácter); en su lugar lo señala hasta cierto punto, en el que nosotros “Cristianos” también nos contentamos en tenerlo.
El Cristianismo vino al mundo a través de un deseo de sufrir hasta morir por la fe; precisamente por esta razón es que venció sobre el mundo. Su urgencia al martirio estaba marcada parcialmente por su “sufrida” intolerancia. Ahora ha perdido todo deseo y necesidad de sufrir, ha perdido la aceptación de intolerancia del martirio, y está bien satisfecho con ser una religión como cualquier otra religión.
El Cristianismo detesta la intolerancia que quiere hacer que otros mueran por su fe. Pero estar dispuesto personalmente a morir por la propia fe – bueno, no pasemos esto por alto – esto, también, es intolerancia, es la aceptación del sufrimiento de la intolerancia. La religión moderna es el indiferentismo y con ello no expresa tanto que el Cristianismo ha abandonado al mundo tanto como que el Cristianismo se ha abandonado a sí mismo, o, mejor dicho, que la Cristiandad ha abandonado al Cristianismo.

La persona de mentalidad terrena piensa e imagina que cuando reza, lo que es importante, aquello en lo que debe concentrarse, es que Dios debe escuchar aquello por lo que se reza. Y sin embargo, en el sentido verdadero y eterno es exactamente lo opuesto: la verdadera relación en la plegaria no está cuando Dios escucha aquello por lo que se reza, sino cuando la persona orante sigue rezando hasta que escucha, aquel que escucha lo que Dios está pidiendo.
La plegaria no cambia a Dios, cambia a quien la ofrece.
Recuerda siempre que la tarea está en ser capaz de asirte al pensamiento de Dios más y más por mayor tiempo, no en la forma en que lo hace un soñador, en ocio y coqueteo, sino asiéndolo dentro de tu trabajo. Dios es el acto puro. Un mero pensamiento de ensueño en él no es una verdadera plegaria.
Si una persona no se entrega totalmente en plegaria, no está orando, aún si permaneciera de rodillas día y noche. Es igual en esto que en una persona que mantiene un contacto con un amigo distante. Si no se ocupa que la carta tenga la dirección escrita debidamente dirigida, no será entregada y la conexión no se llevará a cabo, sin importar cuántas cartas escriba. De forma similar, aquel que reza debe ocuparse en que su plegaria sea apropiada, entregándose a su ser interior, pues de otra forma no está orando a Dios. Y que aquel que ora esté escrupulosamente atento a esto, puesto que no hay ningún engaño posible a este respecto en relación con el buscador de corazones.
Frecuentemente me he preguntado, al agradecerle a Dios por algo, si lo hago motivado por miedo a perderlo, o si es que mi plegaria vino de una certeza profunda que ha conquistado al mundo.
El apóstol Pablo dice: “Todo lo creado por Dios es bueno si se recibe con gratitud”. También dice: “Cada bien y cada regalo perfecto viene de lo alto y baja del Padre de las luces”. ¿Acaso son estos dichos difíciles? Si crees que no puedes entender estas palabras, ¿has querido entenderlas realmente?
Cuando tienes dudas de lo que viene de Dios o de lo que es un bien y un regalo perfecto, ¿te atreves a cuestionarlo? Y cuando la luz de la dicha te llama, ¿le agradeces a Dios por ello? Y cuando eres tan fuerte que sientes no necesitar ayuda, ¿le agradeces entonces a Dios? Y cuando tu porción asignada es pequeña, ¿le agradeces a Dios? Y cuando tu porción asignada es sufrir, ¿le agradeces a Dios? Y cuando la gente te hace mal y te maltrata, ¿le agradeces a Dios?
No decimos que  en nuestra gratitud el mal cesa de ser el mal – ¡qué podría sacarse de palabrería tan tonta y destructiva! Depende de ti decidir si es malo; ¿pero acaso tomas el mal y el abuso a Dios y en tu acción de gracias lo recibes de su mano como un bien y como un regalo perfecto? ¿Lo haces? Bueno, entonces has entendido dignamente las palabras del Apóstol. Sí, es maravilloso que una persona rece, y muchas promesas le son dadas a aquel que reza sin cesar, pero es mucho más bendito aún dar gracias.
El gran actor Seydelmann, en la noche en que fue coronado con laureles en la casa de la ópera “en un aplauso que duró varios minutos”, volvió a casa y agradeció fervorosamente a Dios por ello. ¿Acaso no el fervor de su agradecimiento muestra, no obstante, que no agradeció realmente a Dios? ¿Acaso no el haber dado su gratitud fervorosa cuando fue abuchedo en lugar de aplaudido hubiera mostrado mejor la sinceridad de su gratitud hacia Dios?
La vida depende mucho en estar alerta para actuar cuando nos da pie.
Lo importante es ser honesto hacia Dios, hasta que él mismo da la explicación; la que, sin importar si era la que querías o no, siempre es la mejor.
Padre en el cielo, a quien pertenece la sabiduría sin límites y la compasión más profunda, tú nos entiendes, nuestras idas y venidas; sabes lo que es un hombre. Pero quieres que te entendamos. Tal como nuestro Maestro no respondió palabra alguna a sus acusadores arrogantes, exponiéndolos así a su engaño fraudulento y revelando su propia inocencia, ¡así hablas de amor y entendimiento cuando no dices palabra alguna! Pues uno habla al permanecer en silencio para mostrarle al escucha que es amado. Uno habla cuando, como instructor, escucha al discípulo. Uno habla cuando demuestra un profundo entendimiento que viene de escuchar. Podemos temer estar perdidos en el desierto del abandono cuando no escuchamos tu voz. Pero es tan solo el momento dorado de la quietud en la intimidad de la conversación y comunión. Cuando venimos implorando, suplicando, prometiendo, incluso amenazando, y tú nos recibes casi sin palabras, nos entiendes completamente, y hablas respondiendo a nuestras necesidades. Bendito, entonces, en el momento dorado del silencio, ¡pues el mismo amor paternal es nuestro tanto cuando estás callado como cuando hablas!
Es increíble lo que una persona de oración puede conseguir si tan solo cierra las puertas detrás suyo.
Aquel que reza sabe hacer distinciones. Poco a poco deja lo que es menos importante, pues no se atreve realmente a presentarse ante Dios con ello, demandando esto o aquello. Al contrario, quiere darle mayor énfasis a la petición de su único deseo. Entonces ante Dios concentra su alma en su deseo único, y esto tiene algo ennoblecedor en ello, es la preparación para entregarlo todo, porque solo puede darlo todo aquel que tiene un deseo único.
En la medida que uno se vuelve más y más dedicado en su plegaria,  uno tiene menos y menos que decir, y al final uno se vuelve muy callado. En verdad, uno se vuelve solo un escucha. Y así es; rezar no es tanto escucharse a uno mismo hablar, sino estar callado, y permanecer en silencio, esperar, hasta que uno que reza escucha a Dios.
Rezar es una tarea para toda el alma.
Aún si la plegaria no consigue nada aquí en la tierra, no obstante trabaja en el cielo. ¡Padre en el cielo! Tienes todos los buenos regalos en tu mano gentil. Da a cada uno su porción correspondiente en la forma que te plazca. Y dale a cada uno la certidumbre de que viene de ti, de forma que tu dicha no nos arranque de ti en el olvido del placer, de forma que el pesar no te separe de nosotros, sino en dicha podamos ir hacia ti y en el pesar permanezcamos contigo. Y cuando nuestros días sean contados y nuestro ser externo se extinga, concédenos que la muerte no venga en su propio nombre, fría y terrible, sino gentil y amistosa, con saludos y novedades, ¡con testigos de ti, Padre nuestro celestial!

Dios posee todos los buenos regalos, y su recompensa es mayor que lo que el entendimiento humano puede abarcar. Esto es nuestro alivio, porque Dios responde a cada plegaria; nos da ya sea aquello que pedimos, o algo incluso mucho mejor.

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