No supo que fue buscada, ni el impacto que causaron los ojos del oso, desde el lienzo, en el joven poeta. No era para ella, no le correspondía saberlo.
Carla tenía dieciséis años, estudiaba en la institución tecnológica más reconocida del país, con sede en la capital del Estado de México. Era hija de un pintor y muralista al que seguía en oficio haciendo correr pinceles cargados de color. Se le eligió para exponer en el Museo José Arcadio Pagaza, en el corazón de Valle de Bravo. Y algún hado, bueno o malo, algún designio que aquel que llegara a ser su espectador no supo adivinar hizo que la joven pintora reinterpretara el aforismo de Heráclito, fijándolo a un lado del marco en la ficha de identificación de la obra:
«No puedes bañarte dos veces en el mismo río»
Jamás lo supo, no lo sabrá. No reconocería siquiera este relato porque no sabe de su origen, ni de su alcance.
La única que supo fue su madre, quien seguramente lo ha olvidado, si es que vive todavía. Porque el poeta se atrevió a indagar más sobre la pintora. Porque la buscó y supo que podía encontrar razón de ella en el taller de pintura paterno, al que se presentó, haciéndose pasar por compañero de escuela, todo por poder ver los ojos de aquella que le conmoviera con una mirada pintada y una frase al calce. Hasta ahí llegó su búsqueda, hasta el momento en el que la madre de la pintora lo miró con curiosidad y cierta sorna, haciéndolo sentir ridículo por hacer pesquisas de una menor.
Aquel poeta era joven, inexperto, fácilmente impresionable. Aquel poeta bebía letras con avidez, ahí donde las encontrara. Llevaba consigo un breve volumen con traducciones de Baudelaire, escondido en el interior de su camisa desabotonada, metida en el pantalón, abierta para mostrar la playera debajo, al estilo de los últimos años noventas. Aquel poeta se fascinaba escuchando la voz de Mirna, la recepcionista de una estética para señoras con apellidos compuestos, y se sacudía con la música de su risa. Enamoradizo y orgulloso, había dejado de ser cómplice de una cantora seis años mayor, con la convicción de no haber hallado ahí aquella que buscaba.
Y creyó haber encontrado un haz de luz brillando esperanzas desde el aforismo reinterpretado. ¿Había ahí un río? ¿Era posible sumergirse sin ser el mismo? Las dudas le carcomían la entraña y se arriesgó a averiguarlo.
Pero no la encontró entonces, no la conoció ni la conoce ahora. Esa pintora se volvió una página en la búsqueda por el Amor, aquella búsqueda a la que, como poeta, se ve inevitablemente llamado, como combatiente al clamor del clarín llamando al combate. Esa pintora se volvió relato, éste y el anterior, que retratan el sentimiento que sacudió en él sin saberlo.
No fue la primera vez que sintió sacudirse el sentimiento, tampoco fue la última.
El poeta sigue indagando aún hoy, convencido en su fe de amante que habrá un haz de luz brillando en los ojos que le devuelvan la mirada, que encontrará el calor del amor emanando desde la piel bajo sus manos, y ahí sabrá que ha encontrado a quien busca.
Por eso sigue caminando, escribiendo, negándose a dejar el sueño de lado. Por eso sigue peregrinando, con destino fijado en el corazón, con los sentimientos como su Norte en la brújula y las ráfagas de emociones impulsándolo adelante. En su delirio toma estas ráfagas como señal de que el viento está a su favor.
Y vuelve a dar otro paso.
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